El baúl de mi padre

Cuando me acerqué al baúl que estaba en el rincón de ese cuarto lleno de polvo y cajas destartaladas, sentí una mezcla extraña entre miedo, familiaridad e ilusión. Sabía que ese cuarto estaba lleno de familia. Mi padre había muerto cuando era tan joven, que ni siquiera recuerdo su rostro. Era más bien una imagen difusa y luminosa, algo de barba y aliento suave.

¿Qué habría en ese baúl? Lo único que sabía es que pertenecía a mi padre. Después de tantos y tantos años, mi madre soltó una palabra sobre él. No mucho, pero eso era mejor que lo que me había ofrecido en otros momentos de mi vida. Otras veces solo había soltado una mirada suspicaz, su llanto o su gélido silencio. Dijo que había sido un buen hombre, proveedor y risueño. Era evidente que había mucha historia más que no salió de la boca de mi madre. Esa tarde, al volver de su cuarto, me miró con los ojos llenos lágrimas. Le distinguía una tristeza cálida, esa que dejas escapar y que vacía tu alma, pero inunda tu alrededor con preguntas. Se acercó para abrazarme mientras sentía que algo grande sobrevenía. La cara se le envejeció como diez años con esa trémula sonrisa. Me dijo que ya no encontraba razón para mantener secretos, que la vida ya era bastante injusta para no hablar de la muerte.

De niño me gustaba curiosear por la casa, encontrar nuevos rincones, ver fotos viejas, oler frascos vacíos y visitar el cuarto “loco”, lugar donde reinaba el desorden y el polvo. Cuando crecí me di cuenta que muchas casas tienen un cuarto o un espacio donde dejan cosas y jamás las vuelven utilizar en mucho tiempo, no saben dónde colocarlas, si les darán un uso después o de plano están inservibles, si es prudente tirarlas o no. Y entre todas esas preguntas, las prefieren abandonar en un lugar regularmente relegado de la casa. Eso era el cuarto “loco” de mi casa, el lugar de las cosas que no se han muerto pero no están presentes, el lugar de la ausencia perpetua. Ahí siempre había estado el baúl de papá. En el que imaginaba que tendría un tesoro, chocolates o juguetes que mi mamá escondía.

Era un baúl de sándalo con unas correas gruesas del cual colgaba un candado grande y férreo. La llave que me entregó, entró fácilmente y giró sin chistar. No podría creer que dentro de ese baúl estaban las pertenencias de papá, de ese que muchas veces he soñado poniéndole mil rostros.

La tapa estaba fría. Mi madre había dicho tan pocas palabras de él, que un día creí que realmente nunca existió. El interior estaba forrado de un terciopelo escarlata. Muchas veces me enojé con ella, pero siempre se mantuvo firme. Por fin su candado se había caído. Me prometió que nunca más se cerraría. Siempre dura y fría. Desgastado por el tiempo y el ocultamiento. Los años no le habían pasado en vano. Rebosante de viajes e historias que contar que por primera vez contaría.

En parte fue un reencuentro. Sin saberlo, ese baúl hablaba de mí: había unas playeras de Led Zeppelin, postales de viajes, un sombrero Fedora, viejas cartas a mi madre y unas revistas al parecer de la universidad. Su caligrafía era gruesa y hosca como la mía. Había viajado a los lugares que yo he soñado ir; escribía reseñas de algunos libros de ciencias sociales y le gustaba el rock n´roll.

Cerré el baúl y mamá me miraba desde el marco de la puerta con sus ojos cristalinos a punto de desbordarse por los surcos que tenían sus mejillas. Me dijo lo mucho que me parecía a mi padre, como si hubiera salido del mismo molde: gestos parecidos, gusto por la música y por las personas, por viajar y escribir. Entendía que una parte de mí se inscribió sin darme cuenta, pero ahora podía sentir el relieve de todas las letras como insignias de mi padre.

 

Lic. Diego García Ovalle

diegogarciaovalle@psicologosmonterrey.com.mx

Facebook: Psicólogo Diego García Ovalle

 

Diego García

Diego García

Entradas Relacionadas