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Doña Táeko

Mi nombre a través de mi historia

Táeko es mi nombre, también es el nombre de mi mamá y de mi abuela. Doña Táeko es la forma en que amigos de mi abuelo, conocidos y transeúntes recurrentes llamaban cariñosamente a mi abuela. A veces era doña “Teiko”, a veces era doña “Taiko”, a veces era doña “Teikon”; pero bueno, esas son variaciones comunes derivadas de un nombre extraño en tierras conocidas. 

Yo crecí, entonces, con este nombre extraño, heredado, foráneo, lejano, con el que no parecía identificarme. Es un nombre que, en primaria, aparecía escrito en los gafetes de color azul en lugar de los color rosa los primeros días de clase; pero también era un nombre anti-bullying, porque cuando a las niñas, para molestarlas, les decían “Karlo” o “Martho”, a mí me decían “Táeka”, y me daba risa, y les explicaba a los niños cómo su argumento era totalmente inválido, porque sin importar su terminación, mi nombre seguía siendo invariablemente femenino. Obviamente no con esas palabras, sino con las que mi yo infante usaría. 

Para mí, Táeko era ese nombre milenario que le daba orgullo a mi abuela, repudio a mi madre y que, a mí, solo me parecía que no combinaba con mis apellidos sumamente mexicanos, parecía desentonar tanto como yo me sentía desentonar en la vida. 

Crecí viendo cómo el señor del camión de la Coca-Cola se detenía en la casa de mi abuela, llamándola “Doña Táeko”, y entregándole su pedido; escuchando a Don Kiko y a Don Julián, señores respetables y trabajadores del rancho, diciéndole: “Gracias, Doña Teiko”, cuando les llevaba unos deliciosos taquitos de huevito con chorizo; escuchando cómo los amigos de mi abuelo la saludaban con un cordial: “Doña Táeko, ¿Cómo está?” y, el día en que murió mi abuelo, su esposo, escuchaba de las bocas de los presentes decir: “Mi más sentido pésame, Doña Táeko”. Y así, un nombre tan lejano, con el “doña” al inicio, se convertía en un nombre cálido y familiar. 

Crecí de esta forma, viendo cómo en mi abuela con su rostro de ojitos estirados y apellido oriental, este nombre devenía natural, ERA SUYO, y para ella, un representante de su cultura ancestral. No les he dicho, pero el papá de mi abuela era japonés, y eso la llenaba de orgullo. También crecí viendo a mi mamá que, habiendo heredado este apellido oriental y rasgos un poco similares a mi abuela, con una piel blanca como la porcelana, de alguna forma representaba esta cultura muy a su pesar, pues ella habría preferido mil veces parecerse a mi abuelo, pero esa es otra historia. Y, después, estaba yo: Morena, de apellidos mexicanos, cabello oscuro y chino, ojos redonditos y cafés: mexicana, pues. Mi nombre desentonaba en mí tanto como yo desentonaba en mi familia y en muchos otros lugares.

La vida pasó, las cosas cambiaron, yo crecí y, después de haber viajado y vivido un poco, terminé en la misma ciudad que me vio nacer, viviendo a tan solo 7 cuadras de donde solía vivir mi abuela, en esa casa donde amigos de mi abuelo, conocidos y transeúntes recurrentes la llamaban cariñosamente: “Doña Táeko”. Cuando cocino en mi casa construida en los 70´s, pienso en cómo mi abuela cocinaba para mí y para mis tíos a 7 cuadras de distancia; cuando trapeo los suelos marmoleados que me remontan a otra década, pienso en cómo mi abuela trapeaba sus pisos mientras me decía que no pisara, porque le iba a ensuciar; cuando salgo a la lavandería y todo el pasillo huele a ropa limpia, pienso en cómo mi abuela tendía la ropa a secarse en el sol, y todo el pasillo tenía ese olor delicioso y característico; cuando veo el árbol de naranjas de la entrada, pienso en el patio de mi abuela, a 7 cuadras de distancia, y aún puedo verla con mis ojos de niña: Volteando hacia arriba, viendo a Doña Táeko subida a una escalera, tomando las naranjas del árbol con un paliacate en la cabeza, y yo esperando a que me las pasara para meterlas en una cubeta. 

Y así, conforme fueron pasando los días y llegó el señor del camión de la Coca-Cola a decirme: “Señito, ¿se le ofrece algo?”, o el jardinero a preguntar: “Doña, ¿Ocupa que pode el árbol de naranja?”, o el señor recogedor de la basura a pedir: “Amá, ¿No tendrá algo que me regale?”, poco a poco fui cayendo en cuenta: Ahora yo soy Doña Táeko. 

Por primera vez ese nombre me hizo sentido, a inicios de mis treinta, llámese por destino, suerte o repetición inconsciente, cuando vi en mí a una versión joven de mi abuela: en la misma ciudad, en la misma colonia, a una distancia de 7 cuadras, en una casa diferente, pero con características similares por la época, llena de recuerdos que voy trayendo y poniendo. En ese momento caí en cuenta de la conexión que tenía con lo extraño, heredado, foráneo y lejano, que de pronto ya no parecía nada de eso, sino algo que llevaba en mí: Este nombre también es mío. 

Me gusta pensar que estoy repitiendo la historia, pero un poco más sana, un poco más consciente, con un poco más de alegría, y con algunas variaciones: Yo nunca vi a Doña Táeko correr descalza detrás del señor de los elotes, por ejemplo, pero sí que esta nueva Doña Táeko lo hará. 

Mi abuela, que aún vive, también ha encontrado la forma de vivir en mí a través del nombre y del recuerdo.

Reflexión

¿Quiénes somos si no a través de quien vino antes que nosotros? Somos nuestra madre, nuestro padre, nuestras abuelas y abuelos, nuestros cuidadores. Es a través de ellos y de sus acciones, de sus palabras, que se nos dota de un significado, de un sentido, y entonces nos encontramos repitiendo sus caminos, exclamando sus frases, experimentando sus emociones, esta es nuestra herencia. 

Y bien, ¿qué podemos hacer con esta herencia? Según Recalcati (2013), podemos repetirla sin pensarla, renegar de ella, trabajarla. Casi irremediablemente repetiremos aquello que nos es familiar, pero qué importante es encontrar en esta repetición aquello que voluntariamente elegimos incorporar en nuestras vidas y, de la misma forma, resolver aquello que le dolía a la abuela, le enfermaba al tío y que, de alguna forma u otra, también nos duele y nos enferma a nosotros: “Al heredar, me sumerjo en mi pasado no para reencontrar mis orígenes, sino para regresar, para emerger de ellos” (Recalcati, M., 2013). Esto implica perder un poco de quienes nos han formado, hacer una separación para encontrar maneras distintas de vivir, y entonces regresar a ese pasado para conciliar lo pasado con lo nuevo: Conciliarnos con nosotros mismos y con nuestra historia. 

Así, aunque doña Táeko en mi abuela signifique ese nombre milenario y orgulloso que la representaba en otra época, y que para mi madre significó una carga, doña Táeko significa en mí otra cosa que me representa con elementos de la historia ya recorrida, pero también con un deseo del nuevo porvenir. 

Todos somos a partir de los otros, y esto, más que un destino, es una base para pensarnos, sanarnos, apropiarnos de nuestra herencia, y continuar el camino. 

 

Táeko Jiménez, Psicoterapeuta Psicoanalítica.

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